Estaba sentado en el salón de casa y en la televisión empezaba el combate del año, hablo de boxeo, de una velada internacional y de los pesos pesados. El aspirante y ex-campeón del mundo era un tipo negro y original de Texas. Necesitaba pasta, decían que andaba metido en una secta que lo dejó sin un duro y tenia que ganar dinero a toda costa. Me impresionó ver a aquel mastodonte de color negro subirse al cuadrilátero, o al menos eso es lo que parecía en la pantalla del televisor. Mi padre me había dicho que en el 69 lo había visto ganar a uno de los grandes y que todavía no se creía que con 45 años se volviese a poner los guantes para pelear, aunque por otra parte me decía la típica frase, -"hijo, los viejos rockeros nunca mueren"-. Yo recuerdo tener sueño, era a altas horas de la madrugada, pero la velada valía la pena, era un hecho histórico y queríamos ver si aquella bestia que parecía ser de metal podía tirar a su contrincante unos cuantos años menor que él. Se me cerraban los ojos y mi padre me tocó el brazo -"hijo no te duermas que te lo pierdes"-, a lo que yo reaccionaba y me esforzaba por mantener abiertos los ojos. Llegó el décimo asalto, el viejo rockero estaba cansado de recibir golpes, tantos como había recibido en toda su vida, sale su puño derecho que impacta en la cara del contrincante, y toda su juventud cae al suelo, parece que no reacciona, el árbitro cuenta, pasan los segundos, parecen años. George Foreman veinte años después recuperó el cinturón de campeón del mundo de los pesos pesados, se arrodilló en su esquina y rezó. -"lo ves hijo, te lo dije, querer es poder"-.
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